Detrás del escritorio un par de estantes con diccionarios del chino, francés, alemán, griego, italiano, latín, ruso y español (por mencionar algunos), en las paredes un icono ruso, una reproducción de Rivera y un par de cuadros con monedas antiguas. Una habitación más allá se extiende una biblioteca de obras especializadas (llaman la atención las traducciones del Nuevo Testamento al mixteco, zapoteco, popoluca y otras cincuenta lenguas indígenas), y más allá un pequeño ejército de jóvenes técnicos vestidos con tapabocas, guantes y batas que escanean antiquísimos documentos. Reunido todo esto, tendrán sólo un mero acercamiento a la figura de Ernesto de la Peña. Intentar lograr la figura completa es un poco más difícil, pues son tantas sus facetas y tantos sus años ejerciendo como maestro y divulgador de la cultura, que por fuerza tendríamos que perder el camino en algún punto. Pero es curioso que la erudición pueda ser en ocasiones tan accesible.
Incluso la lengua china, filtrada por sus comentarios, parece la cosa más sencilla del mundo o al menos más humana. Su actividad en la radio ha sido la mejor manera de reeducar en la sabiduría clásica a su atribulado auditorio moderno, y a su vez un reflejo de la divulgación que en su momento los grandes humanistas llevaban a cabo desde el púlpito. Así que Ernesto de la Peña tiene sus razones para sentirse identificado con Ignacio Montes de Oca y Obregón, obispo de San Luis Potosí que dominó el inglés, el francés, el italiano, el griego y el latín y que al mismo tiempo fue un excepcional orador académico y sagrado, y traductor de Píndaro, Teócrito y Apolonio de Rodas.
Como Montes de Oca, varios de sus estudios más afamados (Las estratagemas de Dios, Las máquinas espirituales) tienen por objetivo el fenómeno religioso. En el prólogo a su traducción de los Evangelios ofreció la obra a un país “urgido de orientación sana y mensajes de aliento espiritual”. Y como platicar con De la Peña es algo más bien cercano a la muda contemplación, pasar un rato con él tiene mucho de experiencia religiosa, de acólito frente a un vasto mar de conocimiento, aunque sería falso decir que intimidante, porque los intereses de su conocimiento son muchos y variados:
Toda mi vida he sido lector de cuentos para niños. Desde luego, de los Cuentos de Mamá Oca, que son preciosos. También los cuentos de los hermanos Grimm y Andersen, que son los clásicos. Y en cuanto al cuento, hay autores modernos que yo citaría por su altura poética, y lo digo muy conscientemente, como Ray Bradbury, que tiene cuentos bellísimos. Recuerdo los de El hombre ilustrado…
Reconocido como uno de los grandes traductores y humanistas mexicanos, su amplia cultura y su devoción por las lenguas tiene raíces muy tempranas; y de hecho, conserva un halo tan comprometido que es difícil pensar, hoy día, en un joven haciendo lo que De la Peña hacía aquellos años: “A los catorce, quince o dieciséis años, más o menos, yo le leía a mi madre, que no sabía francés, los cuentos de Edgar Allan Poe en la magnífica traducción, nada menos, que de Baudelaire. En ese entonces yo no sabía inglés…”
Después de estudiar letras clásicas y ruso en la Facultad de Filosofía y Letras se incorporó al equipo de traductores de la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana. Hablar de esta biblioteca es hablar al mismo tiempo de su gran animador, Rubén Bonifaz Nuño, cuyas versiones al español de los clásicos griegos han causado cierta polémica por su apego estricto a las fuentes originales, que dota a sus versos de un hipérbaton dinámico y difícil pero que, al mismo tiempo, logra síntesis maravillosas como aquel epíteto con el cual, al inicio de la Ilíada, llama a Apolo, el “hierelejos”:
Rubén es un ejemplo… y voy a decir por qué. En primer lugar porque es un gran poeta, lo que es importante. Lo más importante de todo. Él sabe muy bien griego y latín. Y desde joven (ya no lo es, es mayor que yo) empezó una especie de cruzada para acercar los clásicos a los mexicanos. Y su ejemplo consiste en esto: Tanto en griego como en latín se usa el hipérbaton. Entonces él, lo que hace, es usarlo mucho, cada vez que aparece —y eso le han criticado mucho—, porque sus traducciones, a mi juicio, son ejemplares. Y Rubén es un modelo.
A los veintitantos ingresó como traductor a la Secretaría de Relaciones Exteriores para ganarse la vida traduciendo exhortos, oficios y cartas oficiales. Pero en casa traducía de sus lenguas originales a poetas como Gingsberg, Eliot, Mallarmé, Nerval, Novalis y Anaxágoras, entre muchos otros. Y aunque parezca difícil hacerse una idea que un día Ernesto de la Peña no sabía inglés, es sencillo imaginarse el camino de estudio que, con el tiempo, lo llevaría a realizar sus grandes trabajos. Su recomendación para los jóvenes traductores es clara, vital, y llena de aliento: “Que le pierdan el miedo, que pierdan el miedo y que, sobre todo, no vacilen en acudir al diccionario tantas veces como les sea necesario”. Viniendo de alguien que atesora docenas de diccionarios en sus estantes, creo que tiene mucho sentido.
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nació en 1979. Vive en la ciudad de México.
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